Conexión entre mente y cuerpo
En condiciones de salud, hay una conexión entre mente y cuerpo. En algunas situaciones, esta relación tiene problemas en establecerse.
El asma es una patología en la que puede verse con mucha claridad la incidencia de factores psicosomáticos (psicológicos y físicos) y la manera en la que éstos se relacionan con el curso y el pronóstico de la enfermedad.
Esto quiere decir que, en condiciones de salud, hay una conexión entre mente y cuerpo: por un lado, la mente registra el funcionamiento corporal y lo representa creativa, imaginariamente, contribuyendo al sentimiento de sentirse vivo y en conexión con el propio cuerpo. Por otro lado, las emociones y demás experiencias mentales tienen su correlato fisiológico, como cambios en la frecuencia cardíaca, en la regulación de la entrada y salida de aire, en la sensibilidad con la que reacciona la piel, en la contracción y/ o relajación muscular, en la regulación de las defensas, en la secreción hormonal y mucho más.
Todo ello comienza desde que el bebé nace e implica que mente (psique ) y cuerpo (soma) funcionan al unísono y conectados, aunque la mayoría del tiempo esto sea una experiencia no reflexiva, es decir, que no se la advierte y no se piensa en ella.
En algunas situaciones, esta conexión tiene problemas en establecerse en el desarrollo del bebé y del niño pequeño, o se ve perturbada por diversos factores. Cuando ello ocurre, ciertos malestares (como miedo, sentimientos de soledad, angustia, enojo y ansiedad) no pueden ser representados mentalmente y tienden a “descargarse” en el cuerpo, lo que favorece la disfunción de alguno de sus sistemas (el respiratorio en el asma; el digestivo, en la colitis ulcerosa y la piel en el eccema). Cuando este mecanismo de desconexión, de falta de colaboración entre la mente y el cuerpo, se vuelve la manera más común de afrontar –o, en realidad, de evadir–, las situaciones conflictivas y /o penosas, nos encontramos ante una persona con vulnerabilidad para enfermar físicamente. Esta vulnerabilidad puede ser diagnosticada psicológicamente al explorar ciertos indicadores específicos, como la manera en que la persona registra y comunica sus emociones, su comportamiento en distintos ámbitos y las vivencias subjetivas que acompañan a sus acciones, su estilo de relacionarse con los otros y consigo mismo, los momentos especiales de su vida en los que se enferma y su posible relación con factores emocionales.
Estas disfunciones son muy habituales en los niños, quienes no disponen de suficientes herramientas psicológicas para procesar sus vivencias si no son ayudadas por adultos que se ocupen de su bienestar, tanto físico como psíquico. Por lo tanto, cualquier malestar emocional que sobrepase la capacidad de ser apaciguado por el propio niño y por los encargados de su crianza, tiende a liberarse, a descargarse, a través del cuerpo.
Delicado equilibrio: ¿cómo ayudar a los adultos a ayudar a los niños?
Por una parte, es necesario que los padres, o los adultos que están a cargo de la crianza, conozcan y acepten la enfermedad orgánica o funcional que pueda tener el pequeño, sea o no asma. Pero, por otra parte –tal vez la más importante desde el punto de vista emocional y humano–, es que nunca olviden que el niño no “es” la enfermedad. En todo caso, la padece y la soporta, o lucha por superarla, pero no debería nunca “identificarse” con ella. Es decir, el niño no es “el asmático”, aunque pueda tener diversas manifestaciones de este trastorno.
Esto implica la necesidad de intentar un delicado equilibrio para brindarle al niño todos los cuidados necesarios para prevenir y mejorar las crisis de asma, pero al mismo tiempo evitar que lo determine la imagen de sí mismo como persona en crecimiento, y que afecte sus sentimientos de fortaleza, de autoestima y la posibilidad de ser agente de sus acciones.
A modo de síntesis, los adultos debemos estar atentos a dos aspectos interrelacionados: por un lado, los efectos que una enfermedad crónica como el asma influye en la vida mental del niño y por otro, considerar siempre, además de los aspectos orgánicos de la enfermedad, los indicadores de vulnerabilidad psicosomática que favorecen el desarrollo de este trastorno respiratorio, su gravedad y permanencia a lo largo del tiempo.
Autora. Irene Kremer es médica, especialista en Pediatría Infanto Juvenil. Es docente de posgrado en la Universidad Católica de Córdoba (Psiquiatría Infanto Juvenil-Facultad de Medicina). También es docente de grado de la Universidad Empresarial Siglo 21 en la carrera de Psicología.
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